martes, 14 de agosto de 2012

Sanidad Pública Olímpica (José Manuel Cansino en La Razón 7-8-2012)



Si no fuese por lo grave del asunto, este artículo podría recordar a un chiste en el que –pongamos por caso– un británico, un sueco y un español de comienzos del siglo XIX viajan a través del tiempo y se dan de bruces con la reciente ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos de Londres.

En mitad de su aturdimiento contemplan el espectáculo sobre el que reflexionarán los días posteriores. 

Así, ayudados por solícitos intérpretes, se preguntarán por la escena en la que unas señoras uniformadas –enfermeras le aclaran los intérpretes– bailan junto a unas camas de hospital en las que unos niños saltan jubilosamente. Es el homenaje a la sanidad pública que ha querido tributar Danny Boyle, vuelven a aclarar los intérpretes acerca de la escena incluida en el evento por su director.

El británico, el sueco y el español con el rostro demudado en sorpresa se miran y, cada cual en su lengua materna se preguntan, ¿la sanidad qué? 

Pública, les aclaran, la sanidad pública. El Estado garantiza la sanidad pública gratuita. Ustedes saben, el Estado del Bienestar, en fin, que si usted enferma, puede acudir a un centro de salud pública y allí le atienden gratuitamente.

La sorpresa ahora es doble. La de los ciudadanos decimonónicos «teletransportados» que no entienden cómo la corona (así se lo han traducido) paga la asistencia sanitaria de todo el mundo, y la de los traductores que no salen de su asombro al contemplar cómo unos tipos se sorprenden ante el hecho cotidiano de que el Estado financie la atención sanitaria.

Charles Wolf aclaraba esta escena en su libro «Mercados o gobiernos. Elegir entre alternativas imperfectas», traducido al español por el Instituto de Estudios Fiscales en 1995.

Wolf explicaba que la demanda de bienes públicos por los ciudadanos tenía un componente diferente de la demanda de bienes privados. La diferencia tal consistía en que los ciudadanos estaban convencidos de que tenían derecho a la asistencia pública, desde la cuna hasta la tumba y que tal derecho era consustancial a su condición de ciudadano. 

Sin embargo, no sólo la sanidad sino también la educación pública, la prestación por desempleo o el resto de prestaciones, son aportaciones del siglo XX. El Estado del Bienestar o el estado providencia –los adjetivos nos son inocentes– no ha existido siempre y, por esa razón, cabe preguntarse si durará «eternamente».

Efectivamente y centrándonos en el caso de la sanidad, por ser el caso elegido por Danny Boyle para «su» ceremonia de inauguración, sólo se implantó en el Reino Unido tras el impulso del Informe Beveridge presentado en 1942. 

En el caso de Suecia, el origen del Estado del Bienestar se retrotrae a 1918 con la nueva Ley de los Pobres. Finalmente, en el caso de España, la Seguridad Social (sobre la que se desarrolló nuestro actual Sistema Nacional de Salud) arranca sustancialmente en 1938 con el Fuero del Trabajo y continúa en 1963 con la Ley de Bases de la Seguridad Social.

Además, no sólo la sanidad pública universal es una herencia del siglo XX sino que es ideológicamente de origen muy variopinto. Así, en el caso británico, las aportaciones previas del conservador Benjamín Disraeli resultan cruciales para entender cómo se llega al Informe Beveridge. En Suecia, la aludida ley de 1918 fue aprobada por un Gobierno de coalición entre liberales y socialdemócratas.

Por último, la Seguridad Social española hay que atribuirla al sector falangista de Régimen franquista, destacando las figuras de los ministros Pedro González Bueno y José Antonio Girón. 
Un relato similar hubiéramos podido hacer si los ciudadanos decimonónicos «teletransportados» a la Londres olímpica, fuesen franceses, antiguos prusianos (hoy alemanes), italianos o irlandeses.

La llamada de atención que hizo Danny Boyle  al sacar a escena olímpica a la sanidad pública justo cuando su supervivencia está fuertemente amenazada por la crisis económica, convive con la demagogia política con la que demasiados políticos se exhiben ante su electorado conscientes de que –como decía Wolf– este entiende que la sanidad pública es consustancial a su condición de ciudadanos.

La sanidad o el conjunto de prestaciones del Estado del Bienestar (terminología anglosajona) o providencia (terminología francesa), como toda obra humana es perecedera. Es cierto que el envejecimiento de la población europea la hace financieramente difícil de sostener. Pero, no es menos cierto, que en el momento de su origen, la II Guerra Mundial se había llevado por delante a millones de ciudadanos en edad laboral y con ellos, reducido la tasa de natalidad de los años venideros. 

Sorprende que nadie hable de favorecer la natalidad como política crucial de cualquier país. Quizá porque olvidemos –como dice Wolf– que este «derecho», como cualquier otro, hay que pagarlo y bien gestionarlo si queremos mantenerlo.


José Manuel Cansino
Profesor titular de Economía de la Universidad de Sevilla
@jmcansino

domingo, 5 de agosto de 2012

Dos de seiscientas (por José Manuel Cansino en Diario de Sevilla y cabeceras del Grupo Joly el 25/7/2012)


HACE pocos días se ha reunido el Consejo de Política Fiscal y Financiera, el órgano en el que se sientan los responsables de las finanzas regionales con el ministro de Hacienda. Entre los asuntos a los que se pasó revista estaba el grado de cumplimiento del acuerdo de cerrar seiscientas empresas propiedad de las comunidades autónomas. 

Jünger Habermas ha escrito con fortuna que la globalización ha hecho más a favor del poder decisorio de los mercados que del fortalecimiento de los sistemas democráticos. 

Para J.P. Fitoussi, los mercados son estructuras decisorias ademocráticas aunque haya quien les otorgue un papel crucial en la limitación de las arbitrarias decisiones políticas -incluso las democráticas-. Así las cosas, un gobierno que tome medidas de política económica populista puede ser sancionado por los mercados en forma de una subida de su prima de riesgo, lo que finalmente le impide que los mercados le presten el dinero que necesita para perpetrar sus desafortunadas medidas. 

Pero no por ello los mercados dejan de ser mecanismos ademocráticos cuyo poder es mayor que el de los gobiernos soberanos. 

Hasta esta situación hemos llegado por delegación de las decisiones políticas en instituciones como los bancos centrales independientes o las agencias de calificación de riesgo. Efectivamente, un país puede conservar la soberanía de su política monetaria -por ejemplo, decidir cuánta cantidad de billetes se emiten- o confiarla a un órgano independiente como los actuales bancos centrales europeos. Igualmente, la Administración Pública puede crear una agencia de calificación de riesgo propia y permitir sólo la cotización en sus mercados de valores, los activos previamente calificados por su agencia de calificación. 

La globalización ha traído consigo la delegación de la política en estas instituciones de su tradicional capacidad de definir la política económica. Naturalmente lo ha hecho sustentada en una fundamentación teórica que sólo mucho después se ha mostrado equivocada. Resumidamente esa fundamentación teórica es la hipótesis de los mercados eficientes. En definitiva, la convicción de que tras el anuncio de una nueva medida de política económica los mercados son capaces de descontar inequívocamente sus efectos y, si los juzgan perjudiciales, sancionar la medida con, por ejemplo, una subida de la prima de riesgo. 

Indudablemente, esta desmesurada infalibilidad en la capacidad de análisis que la globalización ha acabado otorgando a los mercados ha recibido todo tipo de críticas e innumerables propuestas de corrección, aunque sin consenso suficiente sobre cómo deben ser puestas en práctica. 

Tras el cuarto paquete de medidas de recorte anunciadas por el Gobierno de Rajoy, la prima de riesgo no ha reaccionado como era de esperar, esto es, bajando ante la pretendida mejora de la solvencia de la economía española que, al reducir el gasto público y aumentar previsiblemente la recaudación, ofrece más garantías de estar en disposición de devolver puntualmente su deuda pública. 

Entonces … ¿por qué no baja la prima de riesgo? 

Habrá quien busque respuestas a esa pregunta en análisis conspiranoicos que muestren las relaciones entre medios de comunicación que azuzan las dudas de solvencia, agencias de calificación (son tres y no más las que se reparten la gran tarta mundial) y los gestores de los fondos de inversión (que son quienes son capaces de marcar las tendencias de los mercados con sus volúmenes de compra y venta). Probablemente aquí radique parte de la explicación. 

Pero también habrá quien busque la respuesta en hechos como que en el pasado Consejo de Política Fiscal y Financiera se puso de manifiesto que sólo dos de las seiscientas empresas autonómicas a cerrar efectivamente habían sido cerradas. O que de los primeros anuncios de recortes de sueldos en la Administración pública, se habían escapado miles y miles de empleados públicos de empresas o entes instrumentales. O que también se han salvado, hasta ahora, muchos representantes públicos o asesores. 

Todas las agencias de calificación de riesgo tienen oficinas abiertas en España. Sus analistas con frecuencia se equivocan -ahí están sus opiniones sobre las participaciones preferentes- pero no siempre. Sobre todo cuando se trata de grandes anuncios de recortes que luego se quedan en dos de seiscientos.