jueves, 22 de noviembre de 2012

El Golfo ya no es tan Golfo (José Manuel cansino en La Razón 19/11/2012)


La Agencia Internacional de la Energía (AIE) acaba de hacer público el panorama energético mundial con el horizonte puesto en 2035. Ofrece un panorama que anuncia grandes cambios en el papel de los países, las regiones y los combustibles.
El dato que más ha trascendido es el papel emergente de EEUU que se convertirá en exportador neto de gas natural a partir de 2020 y también en exportador de petróleo. Este último hecho debilita la posición predominante que hasta ahora mantenía el Golfo Pérsico como punto de salida del crudo del Mar Caspio y avispero de conflictos internacionales. El reciente conflicto provocado por Irán y el papel jugado por Rusia y China es sólo el último ejemplo de una crisis latente cuya raíz es el control del crudo que fluye a través del Golfo y que, en 2035, la AIE estima que en un 90% tendrá como destino Asia y no Occidente. Con la irrupción de EEUU el Golfo parece que no seguirá siendo tan Golfo.
La influencia de Rusia se verá también atenuada al ser desbancada por Iraq como segunda potencia exportadora de petróleo que quedará tan sólo por detrás de la Liga Árabe al cubrir el 45% del crecimiento de la producción mundial de crudo. 
Lo anterior es crucial porque los combustibles fósiles seguirán dominando en los próximos años el «mix» energético global con una demanda de petróleo que alcanzará los 99 mb/d y empujará el precio del barril de crudo hasta los 215 dólares en el mismo año que la AIE considera en su informe.

También la demanda de gas natural se prevé que aumente hasta un 50% en 2035 y será abastecida principalmente por la mayor producción de, nuevamente, EEUU junto a Australia y China. 

El comportamiento del otro combustible fósil por excelencia, el carbón, no es tan previsible. Aunque la AIE maneja una previsión en la que la demanda mundial aumentará en un 21% (principalmente debido al mayor consumo de China e India), la evolución efectiva de la demanda dependerá de los acuerdos internacionales sobre emisiones de gases de efecto invernadero y del comportamiento del precio del gas natural. Sobre el primer punto las perspectivas no parecen ser muy halagüeñas habida cuenta de que, en este momento, los países que son responsables del mayor volumen de emisiones están fuera de los acuerdos de Kyoto.

Hay otros dos cambios relevantes que señala la AIE. Ambos afectan a España. 
El primero es el protagonismo creciente que se atribuye a las energías renovables en la generación de energía eléctrica pues ya desde 2015 se estima que se convertirán en la segunda fuente generadora y podrían desbancar al carbón en 2035. 

España tiene empresas que son líderes mundiales en algunas de las tecnologías renovables y, por tanto, la previsión de la AIE es buena. No obstante, esta trayectoria de las renovables depende del mantenimiento de los subsidios a estas energías; unos subsidios que absorberían en 2035 y en todo el mundo hasta 4.8 billones de dólares (atención porque el dato de la AIE aparece en trillones que equivalen a billones españoles). 

La prometedora trayectoria de las renovables también estará limitada por la disponibilidad de agua, ya que resulta un recurso esencial para algunas de las tecnologías y no todos los países disponen de ella en abundancia. Téngase en cuenta que el sector energético es responsable del 15% del consumo mundial de agua, consumo que tendería a aumentar si, por ejemplo, los biocombustibles de primera generación ganan protagonismo.

El último cambio relevante subrayado por la AIE en su informe es la importancia que va a jugar la mejora en la eficiencia energética. 

Una cifra resulta suficientemente ilustrativa: en 2035 el ahorro total asociado a mejoras en la eficiencia energética equivaldría a la quinta parte de la demanda global de energía de 2010.

Un estudio reciente de la mejora de eficiencia energética que España necesita para cumplir los compromisos para 2020 ha sido realizado por investigadores de la Cátedra de Economía de la Energía y del Medio Ambiente de la Universidad de Sevilla.
La promoción pública de medidas de eficiencia energética es más barata que la promoción de energías renovables a través de subsidios. Además representa extraordinarias oportunidades de negocio para las empresas especializadas en aislamiento de edificios o en el diseño y construcción de ciudades inteligentes. He aquí otro camino para ir saliendo de esta crisis.
 

miércoles, 21 de noviembre de 2012

El misterioso bono a 20 años (José Manuel Cansino en La Razón, 12/11/2012)


Con la subasta del pasado jueves el Tesoro español ha colocado ya en el mercado deuda suficiente para afrontar los pagos en lo que queda de 2012. La cantidad total de deuda colocada ha sido de más de 4.760 millones de euros.

Hay tres hechos relevantes en esta última subasta que merecen ser espigados.
El primero y más evidente es que la necesidad de acudir a un rescate sigue desvaneciéndose aunque persistan voces que le atribuyen unas propiedades salvíficas que no han tenido para ninguno de los países rescatados. Ni Grecia, ni Irlanda ni Portugal han podido volver a financiarse en los mercados.

El segundo hecho relevante es menos inmediato pero igualmente importante. Me refiero a la estructura de vencimientos de la deuda que se acaba de colocar. Se trata en buena medida de deuda pública a medio y largo plazo (3,5 y 20 años), esto es, la más difícil de colocar porque los compradores son más reticentes ante el posible riesgo de impago cuanto más largo es el plazo de amortización. Lo contrario, es decir, emitir deuda a corto plazo (letras del Tesoro) para pagar los vencimientos de la deuda a medio y largo plazo, es verdaderamente peligroso y debe encender las alarmas de rescate inminente. No es así para el caso español. Hemos recuperado bastante confianza internacional a pesar de que nuestra economía sigue decreciendo y conseguimos que nos presten dinero a más de tres años.

El tercer hecho es verdaderamente inquietante y no debe pasar por alto. Me refiero a la emisión de bonos a veinte años que incluía la subasta del pasado jueves. En concreto 731 millones de euros del total de 4.760 millones que emitió el Tesoro, tienen un vencimiento a veinte años. Un plazo de amortización inusual y extraordinariamente largo que, aún así, ha conseguido colocarse aunque, naturalmente, a una rentabilidad más alta. Concretamente el Tesoro ha tenido que pagar una rentabilidad promedio del 6,4% por estos bonos.
La lectura trivial del asunto es que la confianza de los mercados en la solvencia de la economía española es muy buena porque está dispuesta a confiar en que dentro de veinte años estaremos en condiciones de devolver los 731 millones de euros que nos acaban de prestar.

Pero, un comentario anónimo aparecido en un medio de comunicación especializado nos ponía sobre la pista de la siguiente hipótesis.

Como es sabido, en los últimos años, la estructura de tenedores de la deuda pública española (las entidades que nos compran la deuda) ha cambiado. Ahora no son mayoritariamente bancos extranjeros los que la compran, sino bancos nacionales que primero le piden prestado el dinero al Banco Central Europeo a un tipo de interés bajísimo y luego compran la deuda obteniendo una rentabilidad mayor.

Imaginemos que un gran  banco diseña el siguiente negocio. Se trataría de un banco de estos que están al quite y dispuestos a comprar deuda en cada subasta con tal de no dejar la reputación española por los suelos (una emisión sin cubrir sería letal para nuestra credibilidad).

Entre sus clientes está una gran empresa aseguradora (o varias) con una cantidad importante de dinero procedente de las primas pagadas por sus asegurados al que le quiere sacar una rentabilidad alta. La necesidad de liquidez del dinero de la aseguradora es mínima. Sólo tienen que pagar a sus asegurados cuando se produzca la contingencia, por ejemplo, cuando alcancen una determinada edad. De manera que están interesadas en obtener una buena rentabilidad para una cantidad importante de dinero de la que no tienen necesidad de disponer a corto ni medio plazo.

Entonces el banco, sabedor de la intención de su cliente –la empresa aseguradora– decide ofertar un fondo de inversión de rentabilidad fija pero muy alta, lo que en principio no suele ser fácil.

Así que el banco, que siempre está al quite para echar una mano al Tesoro cuando hace falta, pero con dinero del Banco central Europeo, influye para que el Tesoro emita una importante cantidad de bonos con un vencimiento a veinte años que serán el cautivo subyacente del Fondo de Inversión que ofrecerá el banco a su cliente. Sigamos imaginando que el Tesoro acepta (porque sabe que la emisión va a cubrirse) y emite el bono.

En este caso, el banco ha conseguido una rentabilidad muy alta comprando con dinero que ha pedido prestado a bajo interés. Compartirá esta rentabilidad con la empresa aseguradora pero los intereses los tendremos que pagar con nuestros impuestos y con los impuestos de nuestros hijos.

¿Suena muy extraño, verdad? Pues pregúntense cuántos bonos a 20 años se han emitido últimamente.

Contra el paro (José Manuel Cansino en La Razón. 29/10/2012)


Ni aeropuertos sin aviones ni trenes sin pasajeros ni tranvías almacenados en cocheras tendríamos si tales vergonzantes y millonarias decisiones hubiesen dependido de una evaluación rigurosa y previa de su intensidad de uso. 
Naturalmente ninguna evaluación previa es infalible pero, si es rigurosa, reduce acentuadamente el riesgo de dilapidar el dinero de todos y con ello mejora la valoración que los ciudadanos hacemos de nuestra Administración pública. Esto último es clave para que el fraude fiscal no se dispare.
Con las políticas activas de empleo orientadas a reducir el paro ocurre lo mismo. Absorben muchos recursos –en España un 0,86% del PIB en 2009 según la OCDE–, pero no abundan las evaluaciones que nos digan qué tipo de política es la más adecuada para afrontar un problema tan crucial como el tener a 5.778.100 españoles parados.
Dos estudios relativamente recientes para el conjunto de la Unión Europea arrojan resultados interesantes de los que España ha tomado nota pero sólo parcialmente.
Los estudios a los que me refiero son el de Jochen Kluve publicado por la reputada revista «Labour Economics» y el publicado por este mismo autor junto con David Card y Andrea Weber, en el no menos reputado «Economic Journal».
El conjunto de políticas activas de empleo analizado es muy comprehensivo e incluye a los tradicionales programas de formación –tanto en centros como en el propio puesto de trabajo–, los programas de incentivos para la contratación por las empresas privadas –a través de subsidios a los costes salariales o ayudas al autoempleo–, los programas de contratación directa por la Administración pública y los programas que financian las actividades de ayuda a la búsqueda de empleo –mediante servicios de empleo tanto privados como públicos–, que además incluyen mecanismos de sanción. Estas sanciones se aplican cuando, por ejemplo, el desempleado no acude a las entrevistas de trabajo o rechaza ofertas de empleo sin causa sustantiva.
Ambos estudios no siempre llegan a conclusiones similares, lo que pudiendo parecer desconcertarte no es científicamente novedoso en ciencias sociales como la Economía. Otra cosa es que socialmente se le siga atribuyendo a esta ciencia una infalibilidad que es palpable que no tiene.
Vayamos por partes.
A pesar de ser la política activa de empleo de más larga tradición y gozar de una buena acogida ciudadana, ambos estudios señalan que las políticas de formación no son, precisamente, las que mejores resultados arrojan a corto plazo para las personas que se benefician de ellas. Particularmente esos resultados son aún más débiles cuanto más recientes son las investigaciones. Esta cuestión no debe pasar por alto pues son las que se soportan en bases de datos más completas y utilizan las técnicas de evaluación más depuradas. Sin embargo, los resultados a más largo plazo, más de dos años después de terminar la formación, no son tan negativos.
Es importante ser riguroso aquí pues las investigaciones a las que nos referimos no afirman que los resultados de las políticas de formación sean malos a corto plazo y en términos de la empleabilidad post-programa del beneficiario, sino que la probabilidad de que esa empleabilidad mejore es mucho menor que en otros casos.
La cuestión clave es, por tanto, conocer cuáles son las políticas activas de empleo que mejores resultados arrojan. Naturalmente la cuestión es crucial no sólo porque contribuye a reducir la dramática cifra de parados sino también porque orienta al «decisor» político hacia dónde debe invertir la mayor parte de los dineros que todos ponemos en sus manos. Ambos estudios coinciden en señalar que el dinero invertido en los servicios de ayuda en la búsqueda de empleo está asociado a los mejores resultados. Esto ocurre tanto si los servicios son privados como si son públicos. Sin embargo, estas políticas activas de empleo resultan ser eficaces sólo si van acompañadas de mecanismos de sanción en forma, por ejemplo, de pérdida de la prestación por desempleo para las personas que no acudan a las entrevistas de trabajo que se les concierten a través de los servicios de empleo o rechacen inmotivadamente ofertas de trabajo. 
Es en este sentido en el que han avanzado las últimas reformas laborales realizadas en España, lo que falta ahora es aumentar el presupuesto de los servicios de colocación; unos servicios de colocación que también han sucumbido a los excesos descentralizadores siendo ahora 17 los que coexisten en España.
Los estudios son claros a la hora de responder a la pregunta de cuáles son las políticas activas de empleo más eficaces y las que deben recibir, por tanto, los mayores recursos públicos: los servicios de colocación que incorporan mecanismos de sanción.
Por cierto que las políticas que peor efecto provocan sobre la empleabilidad de los beneficiarios son las que consisten en la contratación temporal de desempleados directamente por las administraciones públicas.
Lo que sí es claro es que la evaluación de políticas públicas es necesaria tanto para evitar construir aeropuertos sin aviones como para facilitar un empleo a quien quiere trabajar y no puede.