sábado, 9 de febrero de 2013

¿Soy yo el guardían de mi hermano? (José Manuel Cansino en La Razón el 4/2/2013)



Acaba de celebrarse en la Archidiócesis de Sevilla un importante encuentro para debatir sobre la crisis económica y buscar soluciones. Algo parecido fue lo que hizo la Reina Isabel II cuando convocó a los miembros de la Royal Economic Society para que le explicasen qué era lo que estaba pasando desde 2008 y, sobre todo, qué era lo que había de hacerse.
Atendiendo a la invitación del Arzobispo hispalense y al buen hacer de Enrique Belloso acudieron muy destacados representantes de grandes empresas multinacionales afincadas en Sevilla, pymes, clubes deportivos y colegios profesionales.
Naturalmente también estaba muy representada la Academia; las cuatro universidades convencionales con sede en Sevilla (incluyendo a las emergentes Loyola Leadership School y la Universidad San Pablo CEU). Pero la Academia ya ha abordado repetidamente esta cuestión desde una perspectiva católica, pues no en balde el Servicio de Asistencia Religiosa de la Universidad de Sevilla es un referente en el Diálogo entre Fe y Razón dentro de toda la Universidad Española. También estaba allí el presidente de los universitarios católicos agrupados en torno al Foro Universitario El Escorial.
Una capacidad de convocatoria tan importante plantea una primera reflexión que es la siguiente: si abundan empresarios y profesionales católicos que profesan unos valores que toman con eje central a la persona en cuanto que ser transcendente, ¿por qué no hay una clara percepción social que diferencia entre las empresas en cuya gestión están presentes estos valores de aquéllas en las que no lo están? Naturalmente ésta es una afirmación hecha desde lo que científicamente se denomina Ley de los Grandes Números y, por tanto, resulta compatible con que haya excepciones. En definitiva, parece como si se produjese una disrupción entre la invocación dominical de unos valores y la aplicación efectiva de los mismos a la hora de diseñar los mecanismos de gestión empresarial que van desde la política de personal, la forma de hacer negocio o la manera de afrontar la crisis o el despido de parte del personal. La sociedad no distingue entre un tipo de gestión «con valores» y otro inspirado sólo por el máximo beneficio (incluso definido éste de forma sofisticada). La terrible respuesta es que puede que no haya una gran diferencia.
Para mayor abundamiento, téngase en cuenta que las principales escuelas de negocio españolas –de las más reputadas internacionalmente– tienen una vinculación formal o informal con la Iglesia Católica. Sin embargo, tampoco hay una percepción social acerca de que los jóvenes ejecutivos que salen de esas escuelas de negocio dirijan las empresas con criterios distintos a los de otros formados en escuelas aconfesionales. Parece que la formación en la ética de los negocios o es inexistente o perfectamente inocua.
La segunda reflexión que me planteo es sobre la manera en la que ha calado un diagnóstico erróneo, en mi opinión, sobre la naturaleza de esta crisis cuyo origen se atribuye a una crisis moral. El razonamiento es tan erróneo que sólo basta con darle la vuelta y discurrir diciendo que si la crisis económica obedece a una crisis de valores, la expansión económica debió responder a unos valores extraordinarios.
La crisis tiene una raíz técnica incontrovertible (expansión mundial del crédito, burbuja inmobiliaria, proliferación de activos tóxicos y fallos en el sistema de supervisión de la contabilidad de los países y de las entidades financieras). Naturalmente había también unos valores nocivos y socialmente imperantes como la avaricia, la cultura del «pelotazo» o el «todo vale». Pero, este tipo de «contra valores» han acompañado a la historia de la humanidad. Basta recordar que muchos de los estados norteamericanos se fundan por colonias de creyentes que huyen de un viejo mundo moralmente corrupto y sueñan con levantar nuevos estados asentados en la pureza virginal de sus pobladores y en la ley divina.
Una última reflexión gira en torno al papel que la solidaridad juega en esta crisis. Una solidaridad que cuando añade una visión trascendente a quien la ejerce se llena de caridad por mucho que el pensamiento dominante haya impuesto el primer término sobre el segundo como victoria de la secularización del lenguaje.
La caridad y la solidaridad tejen las grandes redes que soportan la asistencia que ya no puede cubrir la acción redistributiva de un Estado casi descapitalizado. La sociedad así lo reconoce y, por ejemplo, el número de declarantes que ha marcado la x de la Iglesia ha subido un 2%.
Pero no nos engañemos, la caridad no cambia el sistema económico. Sólo palía la necesidad cuando se responde afirmativamente a la pregunta que Caín lanza a Dios cuando lo inquiere por su hermano Abel. Caín responde a Dios diciendo ¿acaso soy yo el guardián de mi hermano? Con la caridad, unos y la solidaridad, otros, respondemos sí a esta pregunta, aunque el sistema económico se mantiene incólume. Pero, las otras grandes preguntas como ¿por qué no se percibe una diferencia entre los criterios de gestión empresarial de un católico y un no católico?, o ¿por qué se despachan con el lugar común de la crisis moral las causas de la crisis económica?; bien merecen estirar debates como éste al que pudimos asistir, y esperemos que con mejores resultados que aquél que promovió la reina Isabel II.

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