miércoles, 6 de julio de 2016

SI EUROPA ESCONDE LA CABEZA (José Manuel Cansino en La Razón el 4/7/2016)

Lo que se ve es sólo la espuma de un fuerte mar de fondo que se corresponde con el descontento de una generación que sabe que vivirá peor que sus padres. Esa generación está optando mayoritariamente por nuevos partidos políticos euroescépticos (gruesamente calificados de populistas de izquierdas o derechas) o independentistas. Parte de esta reflexión me dicen que corresponde al eurodiputado de Ciudadanos, Javier Nart. No lo he podido corroborar pero lo suscribo.



Los británicos mayoritariamente han elegido salirse de la Unión Europea aplicando lo dispuesto en el artículo 50 del Tratado de Lisboa y lo han hecho frente a las amenazas sobre las malas consecuencias económicas advertidas por los presidentes de los principales países europeos, el de EEUU y los líderes de las más influyentes empresas multinacionales. Lo han hecho no porque ignoren esas consecuencias sino porque valoran más otros aspectos de su relación con la Unión Europea y no son los únicos. Lo ha advertido Nick Farage líder del UKIP, partido impulsor del Brexit. El presidente del Verdaderos Finlandeses, Sebastian Tynkkynen que cuenta con representación en el Parlamento Europeo ya se ha adelantado a pedir un referéndum que también ha exigido la presidenta del Frente Nacional francés, Marie Le Pen, primer partido en intención de voto. En términos no muy diferentes parece posicionarse el líder del FPÖ austríaco, Norbert Höfer, incluso antes de la sentencia del Tribunal Constitucional de ese país obligando a repetir las elecciones presidenciales, sin duda el tipo de sentencia que peor puede calificar la calidad de un sistema democrático. Por último y sin ánimo de agotar una lista demasiado prolija, el ministro húngaro de Gobernación, János Lázáz, ha declarado que votaría por abandonar la UE si Hungría lo sometiese a consulta.
Si las instituciones europeas se empecinan en responder al euroescepticismo galopante con la miope estrategia de descalificar como ‘ultra’ a todo el que cuestione la estructura comunitaria, la británica puede ser sólo la primera pieza que caiga de un dominó que aún tiene veintisiete fichas en pie.
La cuestión es demasiado compleja para entenderla en una tribuna de análisis pero hay, al menos, cinco aspectos que merecen espigarse sobre todo porque suelen obviarse en el análisis agotado de quienes proponen resolver la crisis europea con la letanía de invocar ‘más Europa’.
El primero es el que explica el mapa electoral húngaro, país –no se olvide- netamente receptor de los fondos de cohesión europeos. Hasta 1718 parte de Hungría estuvo ocupada por el Imperio Otómano. En este país y en sus países fronterizos, la presión migratoria de la población desplazada por la guerra en Siria junto con la probabilidad de la entrada de Turquía en la Unión Europea, hace que su población no esté dispuesta ni a mantener la política migratoria dictada por Bruselas ni las exigencias del Tratado de Schengen en vigor en Hungría desde el 21 de diciembre de 2007. Cada vez que explota una bomba en Turquía, en estos países se oye muy cercana. La política migratoria de la Unión Europea es una fuente de euroescepticismo creciente. Decir lo contrario es mentirnos a nosotros mismos.
El segundo argumento es que el largo periodo de paz que la cooperación comercial europea ha favorecido desde su impulso por la corriente demócrata-cristiana de los años cincuenta del pasado siglo, es minusvalorado por una sociedad europea y occidental, mayoritariamente ‘presentista’ y hedónica. Hay un casi desinterés por el pasado, por la Historia. Esto conlleva minusvalorar la idea tan arraigada de que los lazos comerciales entre naciones espantan las guerras por mor del beneficio y la ganancia mutua –¡hay si en España se pusiese en valor las aportaciones de la Escuela de Salamanca!-.
El tercer argumento es el de las imperceptibles ventajas del Mercado Único en vigor desde 1991 y pieza central de la Unión Europea. Su fundamento teórico está en ‘La Riqueza de las Naciones’ de Adam Smith (1776) y en el famoso ejemplo de la fábrica de alfileres. La amplitud del mercado favorece la especialización de los países en aquellas tareas en las que muestran más destreza y de todo se benefician, en último término, consumidores y empresarios. Naturalmente, los beneficios esperados de ese gran mercado único europeo exigían la libertad de circulación de mercancías –desaparición de las aduanas comerciales-, personas –Acuerdo de Schengen- y de capitales –la liberalización que más rápidamente se logró-. Pues bien, como se argumentaba al inicio de este artículo, los más jóvenes no perciben esa ganancia derivada del Mercado Único sino –después de la crisis de 2007- un tipo de empleo cada vez peor pagado (en España lo hemos llamado devaluación externa), con menos garantías laborales y más lejos de casa. Una parte no pequeña de la población ve en el flujo migratorio una explicación directa de la devaluación salarial e invocan el principio del derecho preferente efectivo para ocupar un empleo en su país.
El cuarto argumento es muy líquido por su carácter eminentemente técnico. Se deriva de la naturaleza esencialmente monetaria del Tratado de Lisboa y, más específicamente, de las reglas de juego que imperan en los dieciocho países que integran la zona euro. El Tratado de Maastricht en vigor desde el 1 de noviembre de 1993 era técnicamente una ‘Constitución monetaria’ esto es una ‘Ley fundamental’ basada en el objetivo de garantizar el control de la inflación mediante el uso de la política monetaria. Efectivamente, la inflación es un grave problema económico que ha conseguido conjurar la Unión Europea pero frente al problema del desempleo o de los salarios bajos –a los que todos ponemos fácilmente rostro humano- las bondades de la inflación son líquidas, complejas de entender y consecuentemente de valorar por la mayor parte de la población. Por ejemplo, el Tratado de Maastricht imponía la limitación del déficit público por encima del 3 % del PIB junto con la posterior prohibición de que los bancos centrales comprasen directamente la deuda emitida por los países con déficit. La única medicina de Maastricht era la reducción del gasto público para los países deficitarios. En definitiva lo que los euroescépticos han definido como las políticas ‘austericidas’ a aplicar a una población educada en la convicción de que el Estado del Bienestar se financia sin esfuerzo. Desde luego frente a una reducción de las pensiones a cambio de algo tan ‘líquido’ como garantizar el control de la inflación, el rechazo de la población es inmediato.
El quinto y último elemento ha sido el error de minusvalorar el sentimiento nacional y la evolución demográfica. Los hacedores de la actual Unión Europea han minusvalorado la identidad nacional de sus miembros. Se ha llegado a la convicción de que ceder la capacidad legislativa del 80 % de las principales leyes a Bruselas, era algo aplaudido por la sociedad europea instruida en el discurso de que cualquier incidencia se resolvía con ‘más Europa’ y el correlativo menos capacidad de decisión de los estados miembros. Una parte determinante de la sociedad europea no está dispuesta a seguir así y la Unión debe aprender la lección de que una cosa es la estrecha cooperación internacional y otra la suplantación de la identidad nacional de los estados miembros.

Si la Unión Europea no toma nota del resultado británico y del marcado cambio en el mapa político europeo, se corre el riesgo de volver a un proteccionismo empobrecedor y decimonónico como consecuencia de unas virtudes de la libre circulación que no se perciben mayoritariamente. Desde luego no por aquellos que ya saben que les espera un futuro peor del que han disfrutado sus padres.

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